Cuentos cortos: City Tour

“Pero la tolerancia de su recuerdo en el panteón del pasado hubiera sido la oscura, irrefutable prueba de que Laura lo había olvidado verdaderamente y para siempre”[1]. Víctor se encontraba en cada frase, cada punto final. Cerraba el libro tras mirarse al espejo de la palabra y cruzaba el puente para ahuyentar la penumbra de las páginas ya leídas. Tras un suspiro sordo y pausado, levantó sutilmente la cabeza en dirección al futuro. Entonces, entre la incolora muchedumbre atiborrada junto a la máquina expendedora de boletos, se maravilló encontrando al amor de su vida.

El corazón le salía del pecho, la saliva inquieta jugueteaba en su laringe y Víctor sólo culpaba al empedrado de una Triunvirato que aún mantenía el aroma arrabalero de otras horas, por todo aquello que nunca tendría el valor de enfrentar. El ring prohibido, la batalla del nunca jamás. Y él, victorioso; con la victoria fingida de los que abandonan.

Deseó férreamente el fin de los tiempos cayendo sobre él como la más despiadada guillotina; era imprescindible en aquel momento que su mente estuviese diametralmente opuesta a su corazón. Creía oír el sutil giro de aquellas monedas ingresando a la máquina expendedora como si todo –incluso el caprichoso empedrado de la avenida- se detuviese por un instante y sus sentidos se fundiesen con una sola mujer. Aún así, su vista se había desviado como la extremidad imantada que descubre un polo símil del cual huir. Los espejos magnéticos de la entrega repentina insurreccionaban en su mente y oía el corazón disparando al cielo como la columna revolucionaria que toma La Habana y libera a sus conciudadanos. Mientras ella abría sutilmente su puño acariciando cada moneda, último mimo antes de despacharla a la fosa común del despojo, el chofer sonrió. La señora del asiento de adelante leía con mirada triste y perdida el folleto de una óptica, y la pareja de atrás se mataba a besos contra la ventana semiabierta, de cara a la luna. Todo había vuelto a moverse, pero en distinta dirección. El cuadro repentinamente tomó colores no soñados, sacros violáceos que fulgían a cada instante, y ya no era ella el epicentro del sismo interno, sino su único horizonte. Todo parecía adquirir una nueva dimensión; hasta el chofer que minutos atrás había maldecido con furia a una anciana que tardó en subir sus patitas trajinadas al bus -a esa misma que ahora seguramente lo había olvidado e invertía sus segundos en la minuciosa lectura del folleto de la óptica-, ahora sonreía con labios arqueados de amor.

Ella, ya habiendo tomado el boleto, lo colocaba lentamente entre sus labios, acariciando con el papel la ternura de su comisura izquierda, mientras guardaba el vuelto en la billetera. Nadie será capaz de explicar por qué entre tantas ventanas libres y asientos solitarios, eligió descansar su divina humanidad junto a nuestro protagonista. Sería tal vez demasiado obvio que el único asiento libre fuese el contiguo a Víctor, por lo que entre la obscenidad de lo tradicional, como teniendo el futuro en sus manos, eligió regalarnos una historia.  Divisó esa fila de cinco que da punto final a la masa de voluntades transportadas con rumbo fijo y recorrido establecido, y hacia allí se dirigió con un andar que oscilaba entre lo principesco y un vuelo de hadas. Víctor, atónito, la observaba como el reo liberado que vislumbra una puesta del sol tan mágica como olvidada. La miraba, perdido en sus caderas inquietas que parecían liderar una danza chamánica y lisérgica, mientras sus sentidos bailaban de emoción. Bailaba el corazón en llamas, los puños apretados, el impiadoso bajo vientre tan promiscuo en el amor. Bailaba el futuro sobre la cornisa de lo próximo y alcanzable, de la valentía que requiere entregarse al propio destino. Bailaban las estrellas y el azul del cielo; bailó el pasado escurriendo las nubes de otros tiempos por sus pestañas. Su sueño eterno venía caminando con determinación hacia él, y no vacilaba en un solo paso. La miró a los ojos, volvió a tragar saliva lubricando vanamente las palabras que jamás diría y bajó la cabeza corriéndose como imantado hacia la ventana, soplando el castillo de naipes que su mente ya había construído.

Su mundo entero padeció un fusilamiento hostil. La cobardía, eterna verduga de cada uno de sus entierros, se enaltecía y clamaba por más poder desde su indiscutido rol de mando. Por más que lo intentase con todas sus fuerzas, era imposible para Víctor girar la cabeza –o siquiera sus ojos- sólo cuarenta y cinco grados a la izquierda. Nada pedía, nada esperaba, más que inmortalizar ese perfil en su retina, observar cada dulce recoveco de sus oídos, la longitud precisa de sus pestañas, el ángulo de su olfato o el diámetro de su barbilla. No había caso. A fin de cuentas, el consuelo habitaba en ese  mínimo detalle, no fuera a enfrentar sus verdaderos anhelos. ¿Cómo se le ocurriría jamás a un hombre soñarse durmiendo entre el volumen perfecto de sus labios, o perdiéndose en la profundidad de sus ojos de miel? No tendría el tupé.

Del morral que pendía de su hombro, sacó un libro de poesía, de tapa barroca y artesanal. Se entregó al mundo de sus páginas ya amarillas de contar historias y romper corazones, y con una leve sonrisa dibujada, se escapó hacia otros veranos.
Pasaban cuadras, paradas, pasajeros. Pasaba el tiempo y su compañía inigualable, y no había forma de despegarla de su libro que, claro, él no había visto. Con la mirada clavada en el afuera –que no era otra cosa que su miedo más profundo-,  juntaba valor a cuentagotas y rompía el dique con cada pensamiento de rechazo.

Mientras el retrovisor olvidaba la intersección de Bolivia y Juan B. Justo, Víctor sintió un codazo en las costillas que lo hizo estremecer. La risita inocente apenas emitió sonido, casi al mismo tiempo que su voz de niña eterna, con el vibratto etéreo de sus sagradas cuerdas vocales, entonó: –Disculpame, siempre tan bruta.

Tras el golpe, Víctor viró su mirada y la encontró hablándole, tendiendo un puente entre ellos que el importunio de un rapto de torpeza al girar la página había forjado y ya nada podría romper. Sus miradas se cruzaron hasta el amanecer, se acariciaron, se entregaron y se soñaron vivas esquivando solitarias pesadillas. Las estrellas comenzaron a caer, las luces de Buenos Aires se extinguieron como la exhalación póstuma del alma mientras la luna llena iluminaba el Edén de su abrazo. Destellos fulgiendo sobre sus rostros, el viento elevaba sus cabellos y la nuca débil que les hacía de sostén, se arqueaba entregándose a sus besos. La entrega absoluta, desfachatada, real e impertinente. Todo fue perfecto hasta aquella frenada repentina que le golpeó la cabeza contra el caño de la puerta y lo hizo caer a la realidad.

Avergonzado de sus silencios y su torpeza, Víctor sólo pudo volver a imantarse a la ventana, dejar caer el rocío de su cobardía por la mejilla derecha, y resignarse a la incesante repetición de sus errores. Pero no, no esta vez. Esta vez era distinto, y el puente estaba tendido, él lo presentía, confiaba, pero no tenía el valor. Tomó coraje y cerró los ojos, preparando la artillería de flores y los más dulces poemas jamás soñados, cada adjetivo perfecto, cada gesto. Y al cerrar los ojos se supo capaz de comenzar por preguntarle su nombre, seguir bromeando sobre su timidez y terminar de escribir el libro de sus vidas en la órbita de un astro compartido. Era ahora o nunca, el horizonte y sus puestas del sol, los puentes y la alevosía de su sonrisa para enamorarlo. Lo sabía y confió. Giró súbitamente su rostro y al abrir los ojos, la vacuidad.

El asiento vacío, el mundo en llamas. La puerta trasera comenzó a cerrarse y con ella todo se tiñó de un sepia moribundo, lluvioso y aletargado. El pecho se volvió a llenar de flores negras e incertidumbres. La anciana del asiento de adelante secaba sus lágrimas ciegas con el folleto de la óptica que jamás había podido leer. El chofer maldecía en voz baja y su hartazgo se acostaba violentamente en cada cuneta, en cada salto que el colectivo daba. De la pareja que se mataba a besos en el asiento de atrás, sólo un recuerdo. Quizás habían volado por la ventana junto al amor que pasó de largo. Ese que decidió subir al 113, sentarse junto a Víctor y esperar ser encontrado. Ese que hoy quedó eternizado en una sonrisa y un –Disculpame, siempre tan bruta.



[1] Fragmento del relato Las Cartas de Mamá, de Julio Cortázar.

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