El tipo que murió al revés

Juan es un tipo que murió al revés. No murió ni boca arriba ni boca abajo. No murió de noche ni de día. Simplemente, murió al revés.

Siempre supe que Juan iba a morir así. Se lo dije hace unos años en un asado: “vos, de seguir así, vas a morir al revés”.

Juan se rió de mí, en verdad, todos se rieron de mí…. Pero lo cierto es que hace unas horas encontraron muerto a Juan, y claramente, estaba al revés.

Si me hubiera escuchado cuando se lo avisé, quizás ahora la historia sería distinta. Pero ya no hay vuelta atrás (ni adelante), es imposible enderezar a alguien que murió al revés.

Miren que experiencia no me falta eh… cómo muchos de ustedes sabrán, mi familia supo tener cocherías y velatorios. Así que algo del tema sé. Por eso, se lo avisé, de onda, de amigo. Pero no quiso escuchar.

Lo complicado, ahora, es encontrar un cajón para velar a Juan. No todas las funerarias están preparadas para alguien que muere del revés.-

Y después, el cementerio. Ahí la cosa se pone más fiera. Te quieren cobrar parcela doble, te empiezan con que no cuentan con el espacio suficiente, ni con la tecnología para darle reposo eterno a alguien que murió así.

Y la familia, desconcertada, opta por lo que parece algo más sencillo, pero que no es, cremar a Juan.

Y ahí, se vuelve a complicar todo. Horas y horas debatiendo si cremarlo o no, si las cenizas se las quedan o las tiran en la canchita dónde Juan jugaba a la pelota, o las llevan a Mar del plata, esa ciudad dónde Juan pasaba todas sus vacaciones. Y en el medio de toda esa discusión, algún cuñado mal habido, empieza a tirar frases cómo “mirá que venir a morirse al revés…éste Juan no te la hace fácil ni de muerto”, o la clásica “cómo hace alguien para morir y seguir complicándote la vida desde el más allá”. Y una tía de Juan, que no lo veía desde hacía nueve años, mira extrañada la forma del cajón y pregunta por lo bajo a su hija:

– che… ¿ Tan gordo estaba Juancito?

– No, mamá. ¿No entendés que murió al revés?

– Ah.- dice la tía que adopta una posición de yoga para lograr ver el cajón en toda su extensión.

En fin, mi amigo Juan murió al revés. Era un tipo común, pero, yo se la había vaticinado sin resultados.

Hoy, finalmente, creman a Juan, pese a la negativa del crematorio, ya que por la puerta del horno no pasa el cajón. Parece que decidieron hacerlo a la antigua… un colchón de madera, arriba el jonca y que arda todo en una hoguera.

La abuela de Juan no quiso saber nada con estar presente. Dijo que su nieto era Juan, y no Juana para que le anden prendiendo una hoguera.

La madre de Juan, por otro lado, me comentó que ella sabía que iba a terminar así.

Todos lloran a Juan, salvo su cuñado, que se está perdiendo el partido de Velez.

Yo me animo y me anoto para presenciar el asado, digo, el fuego.

Veo arder a mi amigo en su retorcida caja final y por dentro, pienso que debería haber sido más bueno con nosotros, con los suyos, y tener la delicadeza, al menos al momento de morir, de hacerlo del derecho. Pero que va, ya no importa mucho. Ya no. Chau, Juan.

El Secreto de la Chela

Hoy comparto un cuento que me envió Oscar Duque, un gran amigo de toda la vida. En este relato, Oscar explora la mirada de un adolescente sobre el mundo que lo rodea y el encadenamiento de hechos que lo llevan al punto clave en donde su vida cambiará para siempre.

Ojalá lo disfruten tanto como yo.

Hoy comparto un cuento que me envió Oscar Duque, un gran amigo de toda la vida. En este relato, Oscar explora la mirada de un adolescente sobre el mundo que lo rodea y el encadenamiento de hechos que lo llevan al punto clave en donde su vida cambiará para siempre.

Ojalá lo disfruten tanto como yo.

Fueron muchos golpes, el último la desmoronó. Escuché a lo lejos, como contra una pared, el choque de algo pesado, fofo, resbalando y cayendo como una bolsa de carne.

-¡Así vas a aprender, puta de mierda!
 
 
Las palabras arrastradas, fragosas, sonaron tan potentes y duras como el portazo. Esperé un tiempo sintiendo que el corazón me salía del pecho, y corrí a ver qué había pasado. Me acerqué con precaución. Estaba seguro que ese borracho roñoso le había pegado otra vez.
 
 
Nunca voy a olvidar el día que La Chela y ese miserable llegaron a la casita de al lado. El calor era insoportable, y los ayudamos con mi madre a bajar las pocas cosas que traían en un carro tirado por un caballo huesudo, de patas leñosas. Hugo escasas miradas y aún menos palabras. Me quedaron grabadas para siempre el aspecto de La Chela, cabizbaja, en sumisa actitud, con un pañuelo gris ceñido debajo del mentón afilado de su rostro juvenil, contrastando con los enrojecidos ojos saltones y lacrimosos, del borracho.
La Chela y el borracho eran conocidos en el pueblo. Sobre todo La Chela. La chusma del pueblo murmuraba algunas cosas sobre ella, cosas que mi madre siempre tuvo el cuidado de ocultarme o disimular. Siempre me decía: -La gente siempre opina, no hagas caso a las habladurías, hacé tu trabajo y ocupate de tus cosas.
El calor abrumador y la intriga de los corrillos pueblerinos no me dejaban dormir. Las horas de la siesta, donde todo el mundo cesaba sus tareas convertían al lugar en una especie de gran cementerio opaco y polvoriento. Sólo se escuchaba el rodar de hojas secas empujadas por la brisa caliente. A veces creía sentir el movimiento lento y pesado de los cuerpos transpirados, girando en sus camas, o acomodándose en los patios de tierra a la sombra de los árboles. Cada tanto se escuchaba el resoplido acuoso de algún caballo y el chasquido de la cola pegando en las ancas para espantar a los tábanos insistentes y sedientos de sangre.
 
Dentro de ese particular adormecimiento estival, mi intriga y mi curiosidad, podían más que los consejos de mi madre. Ella no quería que me acercara a la casita de La Chela, e insistía en que no tenía que hacer caso a los charlatanes. –Al final, uno no sabe si algunas cosas son ciertas. –Decía con ese modo triste que tiene la gente de campo. Y yo me preguntaba: ¿Qué cosas?, mientras mi interés y atracción aumentaban.
 
Un día, cuando iba a llevarle maíz a las gallinas, la vi a La Chela ir hacia el fondo. Cautelosamente la seguí desde lejos, ocultándome. Llegó a la enramada, que cubría parte de un patio donde estaba la bomba de agua. Comenzó a mojarse los sobacos y el cuello, y cada tanto se refrescaba la cara con cuidadosas palmaditas. Ni las abejas zumbando cerca de mis orejas en busca de mis gotas de sudor, ni aún el peligro de algún aguijonazo, fueron causa suficiente para evitar mi mirada anhelante. Debajo de su etérea camisola blanca y a través del escote suelto y amplio se dejaba ver la suavidad de sus curvas blandas y prolongadas, cadenciosas, que me imaginaba tibias y mullidas al tacto. La impronta de su figura se destacaba como la imagen de una película sin sonido, en colores sepia, variables por la acción de una calurosa brisa envolvente donde, a través de sus cabellos sueltos, se podía ver el pequeño viñedo que le daba un tinte violáceo y somnoliento.
 
A partir de ese momento se convirtió en mi obsesión. No podía dejar de pensar en  esa figura blanca y suave. No quería hacer otra cosa que espiarla, tocarla con la mirada, acariciarla con mis deseos. Quería adivinar esa cuestión oculta que emanaba de las charlatanerías y las observaciones de mi madre. Me decía enojada: ¡El otro día te vi espiando a La Chela… te voy a dar!
 
Abrí la puerta y entré lentamente, con miedo. Irrumpían el silencio inquietante los golpes repetitivos y cadenciosos de un postigo mal cerrado… y la vi en el piso, como sentada contra la pared, con el cabello revuelto y los ojos cerrados. Su vestido negro estaba desgarrado y su pecho casi descubierto. En ese instante no reparé en la tragedia. Miraba esa redondez blanca y suave, delicada… hasta que un espeso y oscuro hilo de sangre se asomó lentamente detrás de una oreja, formando un pequeño charco en la hendidura de su clavícula. Toqué uno de sus hombros, le hablé, y tardó en girar la cabeza muy lentamente, tratando de mirarme en silencio… Vi un golpe debajo de su ojo izquierdo; estaban claras cuatro marcas violáceas en fila, como cuatro uvas reventadas contra la cara.
Salí corriendo a buscar a mi madre que trabajaba en el hospital del pueblo como enfermera. Corrí enloquecidamente, crucé un campo cosechado, para ganar tiempo, y los rastrojos resecos me atravesaron como dagas las alpargatas, clavándose en las plantas de mis pies. Sentía un tremendo dolor, sentía odio, desesperación, venganza. Dos veces tuve que parar para tomar aliento. El último tramo lo corrí paralelo al viñedo. Los sarmientos retorcidos como venas expuestas, se sucedían alternados con racimos repletos de uvas, repletos de posibles puñetazos reventados contra
rostros inocentes.
 
Cuando llegué al hospital, trepando con esfuerzo la pequeña escalinata, salió a mi encuentro mi madre, que creyó que había tenido un accidente. A borbotones fluían mis explicaciones sobre lo sucedido… La Chela estuvo varios días internada, y mi madre se encargó de cuidarla. Las curaciones eran dolorosas, y el calor y la falta de elementos complicaban la situación… Mi mamá suplía esas carencias con afecto y delicado trato, con suaves masajes en los brazos entumecidos, y apósitos en la cara lacerada, seguidos de amables caricias sobre su cabellera.
 
Cuando La Chela volvió a su casa, volvieron los cuchicheos en el pueblo, las viejas secreteaban a la salida de la iglesia… y yo intuía que hablaban de La Chela. Mi mamá ya no me molestaba más con las prohibiciones, quizás porque se había acostumbrado o porque no se daba cuenta de que yo seguía con mis observaciones.
Al cabo de un tiempo, los movimientos misteriosos de La Chela comenzaron a parecer más naturales; nos acostumbramos a su silueta sigilosa y su andar taciturno. Casi no pronunciaba palabra ni saludaba. El borracho se iba de la casa luego de alguna gresca y volvía a los dos o tres días, hecho una cuba, con sus ojos saltones y sanguinolentos, para reiterar su maltrato, sus golpes y sus insultos.
En las noches en que mi madre tenía guardia en el hospital, yo aprovechaba para observar desde lejos a la casita de al lado. Quería descubrir los secretos de La Chela. Ansiaba, en realidad, pertenecer a esa casta de visitantes furtivos. Cada tanto aparecía una silueta en la oscuridad, que entraba, se quedaba un tiempo y volvía a salir. A veces me parecía reconocer al borracho, pero otras no lograba adivinar. Cierta vez lo vi clarito al borracho entrar a la casa; estuvo poco tiempo, y por alguna razón salió rápidamente a los tumbos, y no lo vi nunca más.
Promediando el verano y con los primeros días del otoño, algunas noches comenzaron a ser frescas y mis salidas fueron raleando. No así mi infatigable curiosidad. Una de esas noches en que me quedaba solo, escuché algunos ruidos en la casa de La Chela. Salté de la cama, me tapé con el poncho y miré por la ventana que daba a la casita de al lado. Los ruidos eran discretos, pasos, la puerta de que entrada que se abre… y veo otra vez esa silueta encorvada tapada hasta la cabeza como los frailes franciscanos de la iglesia. Volvió a palpitar mi corazón exageradamente, y no pude contenerme más y salí a ver qué pasaba.
 
Nunca lo había intentado, pero esta vez estaba decidido a todo. Tomé todas las precauciones, caminé como un puma, lentamente, como intentando sorprender a mi presa. Me acerqué a la casa, crucé entre unas cañas del fondo y acaricié a los perros para que no ladraran. Me deslicé junto a una de las paredes, para tratar de ver algo por el postigo. La luz de un candil iluminaba pobremente el interior y me di cuenta de que si me asomaba un poco podría observar lo que ocurría, sin ser visto. Me latía tanto y tan fuerte el corazón, que temía que me escucharan desde adentro. No me animaba y empecé a sentir temor. Y frío. Me incorporé lentamente y escuché un leve murmullo, palabras sueltas dichas muy bajo.
Cuando mi vista logró superar la parte más baja de la pequeña ventana, pude reconocer unas piernas suavemente pálidas, deslizándose en lentos movimientos voluptuosos, enancadas sobre la blanca desnudez de La Chela. Mi corazón cesó por unos segundos, y luego retomó los latidos con una fuerza brutal, como si espasmódicos rebencazos me azotaran el cuello. Fue la revelación más dolorosa de mi vida.
 
Y nuevamente corrí, pero esta vez corrí como nunca, con desesperación, con vergüenza…; atravesé el viñedo lastimándome con los alambres, tropezando con las acequias, resbalando en mi vómito, cayéndome y levantándome, rasgándome la piel con los sarmientos aguzados como púas, tiñéndome de sangre y barro, sin rumbo…
Y no sentí ningún dolor.
 
Oscar A. Duque
Invierno de 2009

 

Y si te quedaste con ganas de leer más y querés leer uno de los mejores cuentos de la literatura argentina, entrá al “Hombrecito del Azulejo”

Apóstoles (12 cuentos)

Andrés

Andrés nació el 3 de abril del 82. Ese día había amanecido nublado. Un cielo negro y cargado de humedad le indicó a Laura, su mamá, que Andrés vendría a este mundo. Pero la sensación era extraña, Laura siempre supo reconocer cuando las cosas no iban bien. No se equivocaba. No sobrevivió a las complicaciones del parto. Andrés estaba trabado en el vientre, eso dijeron. El papá queda fuera de este parto, estaba embarrado en Malvinas, matando ingleses.
Lo crió Pepa, su abuela materna. Ella vieja y enferma como estaba, hizo de madre y padre a la vez. Ella fue quién tomó la foto con la instantánea brasilera cuando él dio sus primeros pasos. Ella lo vestía a la mañana y lo desvestía a la hora de acostarse. Ella lo llevaba al médico cuándo le dolía algo. Ella le regaló su primer juguete, y su primer libro: Una Biblia para chicos. Ella fue, también, quién le habló del sexo, de los pecados, y de la poderosa manera de Dios de castigar a los pecadores La abuela Pepa fue quién le habló de Dios, Jesús y los apóstoles.
Ahí Andrés conoció a Andrés el apóstol…
El ejemplo fue claro: “Tu papá murió en la guerra por culpa de sus pecados”. Muchos años después Andrés entendería que en verdad su papá murió por los pecados de todos.
En el colegio era buen alumno, aunque poco participativo y muy callado. No tenía amigos, salvo su abuela, por eso en los recreos, miraba desde la ventana del aula cómo los demás parecían bestias recién salidas de una jaula tras años de encierro. Los envidiaba.
En un acto del 2 de abril la maestra le pidió que leyera un poema sobre las Malvinas. Andrés se negó sin dar demasiadas explicaciones. Ese fue su primer 1. Su primer mala nota. Su primer comunicado que empezaba con el Sres. Padres. en su cuaderno de forro azul.
Terminó la primaria con las notas más bajas del curso.
La secundaria lo recibió con otra muerte. Pepa murió de cáncer en su propia cama el primer día de clases. Andrés y sus 14 años dejaron de estudiar. Andrés ahora no sabía que hacer.
Una vecina le preparaba la comida, a cambio que él le mantenga el jardín en condiciones.
Un día la señora no abrió la puerta… Nunca más la vio. Andrés dejó de comer.
Murió a los 16 años encerrado en la misma habitación donde murió su abuela. En la misma cama donde noche a noche le hablaba y le preguntaba cosas, sin respuestas.
Se dejó ir. Allá, creía, lo esperaban sus papás. Se equivocaba.
Andrés fue el primer apóstol de esta historia.

Podés leer los otros cuentos de los apóstoles en

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Torturas Antiguas y Falsos Profetas

Un cuento escrito en colaboración con Gonzalo Strano, más conocido en estos lares como “El Gato”.

Esperamos lo disfruten.

Sako Kensei, nació una noche estrellada atípica para esa época del año, donde las lluvias no dejan ver el cielo. Sin embargo, en el ombligo que forma la llanura Hangjihau, en la pequeña aldea de Nanxun, aquella noche no llovió. Sus padres vieron eso como una clara señal de que Sako había sido bendecido con algún don, cómo lo había sido su abuelo, famoso en casi toda China, por sus dotes para predecir catástrofes naturales.

 

Sako fue criado literalmente entre algodones. Desde aldeas lejanas llegaban en cada aniversario, mensajeros con ofrendas para el joven Kensei, que sería educado por su propio padre en las artes de la agricultura y en las de la adivinación.

 

Cuando cumplió doce años tuvo su primer sueño visionario, pero a diferencia de su abuelo, no fue sobre una catástrofe natural, ni mucho menos. Soñó que corría por las verdes llanuras que rodean las aguas del Yangtsé, escapando no sabía bien de qué o de quién. El pueblo entero se reunió para escuchar la primera profecía de Sako. Profecía que como tantas otras a lo largo de su vida, no se cumpliría. Aquella noche las ofrendas fueron numerosas, algunas familias incluso, donaron las pocas cosas que les quedaban para subsistir. Pero fue un cilindro brillante y frío el que cautivó, entre todas las ofrendas, al joven Sako. Un hombre que decía venir de Xitang, más allá del Yangtsé, le regaló una lata de Coca-cola.

This 21 April 2004 handout image courtesy of t...

Sako la estudió detenidamente. Nunca había visto un objeto similar. La mañana siguiente se sorprendió con el brillo de su superficie producto del reflejo de las primeras luces del día. Pasó la mañana tratando de adivinar (su juego preferido) para que serviría aquel objeto. Por más que se concentró todo lo que pudo, no vino ninguna respuesta a su mente. Intentó con sus piezas de Mah Jongg. Pero las señales no llegaban. Había algo que alteraba la calma espera necesaria para despojarse del ser y alcanzar la iluminación que mostraba. No almorzó. No tenía tiempo para perder.

Tomó su preciado objeto, y salió de su morada para, luego de caminar por más de una hora, sentarse bajo su duraznero preferido. Cuidadosmenete eligió la posición correcta para acomodar su cuerpo luego de haber depositado la lata sobre la gran piedra cuadrada que tan bien conocía. Su objetivo era, como siempre, adivinar la verdad. En este caso, de donde venia, cual era el sentido, y los poderes del regalo que el misterioso hombre le había encomendado, si encomendado a su ciudado. La única certeza que tuvo fue que no había sido un regalo.

Certezas como esa pocas veces le llegarían en su corta vida. El sol pegaba de lleno en el brillante objeto, ahora transformado en mágico deseo, arrancándole destellos.

 

¿Qué misterioso contenido tendría? Sin duda la respuesta a eso era simple: líquido. ¿Pero qué propiedades de los dioses tendría ese elixir? Pensamientos sobre vida eterna, curación de males y venenos sofisticados invadieron su mente. ¿Por qué aquél hombre entre todos los mortales lo había elegido a él para cuidar el extraño tesoro rojo y blanco?

 

Y los colores… La sangre y la pureza representadas juntas, como las antiguas pinturas de su pueblo. Rojo y blanco, el dolor y la esperanza. El fuego y la nieve, como si las altas cumbres fueran un día a estallar.

Sako se durmió bajo la protectora sombra del duraznero, y volvió a soñarse corriendo, pero esta vez, perseguido por un grupo de mercenarios, como los que antaño saqueaban su aldea, en los tiempos que su abuelo era un niño. Sako corría, vestido de impecable blanco, huyendo del rojo color de los ojos invasores.


La carrera terminó con una conversión confusa en una mariposa roja que volaba por sobre los muertos y los destrozos; y desaparecía en su infructoso camino para llegar al sol.

Se despertó con el rocío de la mañana. Ya no estaba tan caluroso como la noche anterior por lo que decidió volver a su hogar. Tomó la lata, la envolvió con una tela y la acomodó en su bolsa, cuidando que ningún otro objeto la rayara o dañara de cualquier modo.

Estaba de mal humor, cosa rara en él. Sentía impaciencia y sentía la imperiosiosa necesidad de saber todo sobre la lata en ese preciso instante. Todos las enseñanzas sobre la quietud y sobre la gozosa espera parecían haber desaparecido de su mente.

Ese día fue el primero de muchos donde la gente no reconocía a Sako, siempre tan afable, tan hablador. Su humor cambiaría constantemente, se volvería irritable ante cualquier pregunta, ante cualquier distracción que lo alejara de sus pensamientos en rojo y blanco. Sólo la esperanza que en su próximo cumpleaños el extraño hombre regresara lo mantenía con fuerzas. Su mente se llenaba de preguntas para hacerle, de posibles respuestas sobre el origen, el sentido y el por qué de su adorado objeto.

 

La noche antes de cumplir los 14, Sako soñó con un hombre ensangrentado, con plumas y charcos agua sucia. Sin embargo, lo extraño de su visión no era aquello, sino que todo sucedía como a través de una gran cortina de pequeñas burbujas.

 

Durante el día, cientos de regalos fueron entregados al joven Sako. La noche se avecinaba y el hombre no aparecía. Sako comenzó a pensar que quizás nunca podría entender el misterio de la lata. Sin embargo, cuando la luna estaba en lo alto, y la aldea dormía, tres suaves golpes en la puerta de su casa le indicaron que él había llegado.

Esta vez vestía ropa occidental. Blue jeans y una camisa a cuadros. Se presentó por su nombre: “Soy McGuertz. John McGuertz. ¿Puedo pasar?”. Confundido por su apariencia lo dejó entrar. Rapidamente el extraño se mezcló entre la gente y trató de evitar las miradas inquisitorias del joven Sako. El aprendiz de adivinador no pudo prestar atención a nada más que el hombre y el portafolios que cargaba. No habían cruzado más palabras que las de presentación. Sako lo notó preocupado y nervioso.

La reunión llegaba a su fin y todavía no habían hablado. Sako tomó coraje y se acercó. Sin rodeos, bruscamente, dijo: “¿Qué es?”. McGuertz lo miró por unos segundos, se dio vuelta y caminó hasta la puerta. Antes de salir, contestó: “Juro que te lo diría, pero no puedo”. Y se fue.

Sako aceptó con hidalguía este misterioso desplante. Pero se juró que la próxima vez sería diferente. Su instinto adivinador no podía fallarle. Por temor, o quizás por sabiduría, no se atrevía a tirar de la lengueta de aluminio que pondría fin a su tormento. Ese año transcurrió calmo, Sako comenzó a notar que su obsesión alarmaba a sus padres, e incluso, a la gente de la aldea. Decidió observar su precioso tesoro en secreto, y ante los demás, ser nuevamente el chico afable de antaño.

Durante todo el año buscó entre sus amigos, los adecuados para contarles el secreto. Luego de unos meses de charlas y muchas horas de meditación compartida, seleccionó a sus dos primeros discípulos: Airnán y Gong sa luó. Largas horas de Kung Fu y Chi Kung cada día los preparaban ara el gran momento que sabían que llegaría: el regreso de McGuertz.

La vísperas del cumpleaños, Sako reunió a sus discípulos y otros seleccionados entre sus más fieles admiradores, y les contó sobre una visión, donde ellos eran los protagonistas, y donde, por no detener al extraño que aparecería al día siguiente, la aldea caería en tremendas desgracias. Él se ofreció a guiarlos en la tarea, dió órdenes presisas para que las ofrendas sean entregadas sólo por la mañana, así tendría toda la tarde y parte de la noche, para esperar al forastero de extraño nombre.
Al día siguiente, el señor McGuertz se presentó minutos antes de la medianoche. Al entrar a la casa de Sako se sorprendió de no ver gente, recorrió las habitaciones confundido por el incienso que reinaba en el lugar, como una neblina. Por fin, en una amplia sala llena de obsequios, como en un altar sobre los demás, divisó la lata de Coca cola. De rodillas, frente a ella, Sako meditaba con los ojos cerrados.
– Lo estaba esperando señor McGuertz – dijo Sako.
– Lo lamento Sako, como siempre, debo partir. Aquí dejo mi ofrenda- dijo apoyando sobre el piso lo parecía ser un libro- Adiós.
– Que mis ancestros lo guien en su camino.

McGuertz salió de la casa, la noche cargada de estrellas como en cada cumpleaños, lo sorprendió extrañamente fría. Sin mirar atrás, caminó por la calle principal de la aldea rumbo al río, cuando fue sorprendido por seis jóvenes que de inmediato lo inmovilizaron. McGuertz fue nuevamente conducido, sion ofrecer resistencia, a la casa de Sako.

Dentro, Sako lo esperaba en la posición del loto. Dos hombres lo ubicaron en una silla frente a él. Pasaron casi veinte minutos hasta que Sako finalmente abrió los ojos y lentamente se incorporó. Pidió una silla y separados por unos pocos centímetros hablaron lentamente.

-Usted sabe que no quiero su libro. Es hora de la verdad.
-Y usted sabe que no puedo revelarla.
-Lo hará.
-No
-No se preocupe. Su voluntad de silencio habrá desaparecido mañana a esta misma hora.

Un dolor en la cabeza fue lo único que sintió McGuertz antes de desvanecerse.

Al despertar se encontraba desnudo y atado a una especie de camastro de madera. Unas ruedas gigantes a cada lado daban la sensación de encontrarse dentro de un enorme reloj de engranajes. Sentía agudos dolores en las piernas y los brazos. Intentó moverse, desatarse, pero fue imposible. Tenía sed.

Desde una esquina de la habotación, Sako lo observaba con un libro en las manos.

– Se habría ahorrado mucho dolor Mr McGuertz si me hubiera dicho que en su libro también estaban las respuestas que buscaba. Claro que no todas! pero convengamos que saber por fin que mi tesoro no es el único en el mundo es todo un acontesimiento. Ya no me siento especial. Creo, sin embargo, que usted se estuvo burlando de mí…. – y con un rápido movimiento, Sako giró una manivela que puso en marcha los engranajes del camastro. Los pies del extranjero fueron jalados hacia abajo, mientras sus piernas permanecían rígidas sobre el camastro. McGuertz gritó y se desmayó.

Se despertó vestido sobre el camastro. Sako lo miraba.
– No era tan fácil. No dependía de mí. Te ruego clemencia Sako. Yo intenté.
– Siempre dependió de vos. Pero elegiste el silencio. Ahora dependerá de nosotros. Cuando terminemos con vos, no podrás recordar si quiera que alguna vez tuviste voluntad propia. Empiecen.Mc Gubert no entendió que era lo que los discipulos de Sako arrastraban con tanta fuerza. Desde su posición solo podía ver una parte de lo que paorecía ser un gran barril de madera.- Empezaremos por algo clásico que tiene la belleza de la simplicidad.Casi no podía ya moverse, sin embargo, le sujetaron aún más la cabeza con dos humedas correas de cuero.En seguida lo comprendió. Una gota fría golpeó su frente. Pocos segundos después la segunda. Las gotas caían a un ritmo lento pero constante. Experimentaría, sin saber cuanto tiempo, una de las más famosas torturas chinas.

– Sako, te lo ruego. Dejame libre y te diré todo.

– Sé que lo harás, pero todo a su tiempo. Adios.

Sako se fue. Sus ayudantes apagaron las dos lámparas que alumbraban el cuarto y Mc Gubert quedó solo en la completa y fría oscuridad de la cabaña.

No tenía sentido intentar dormir, pero al menos buscó focalizar sus pensamientos en Ohio, en las horas de su infancia cuando todo parecía mucho más sencillo. No lo logró. Esa maldita gota no lo dejaba pensar.

No supo con certeza cuanto tiempo había pasado cuando Sako volvió.

– Buenos Días amigo.

– Hijo de puta, soltame.

– ¿Sabés por qué el cerezo florece?

– No aguanto más, soltame, por favor.

– Esperaba más de vos.

Lo dejo nuevamente solo. Unas horas después, finalmente la última gota cayó. Y con ella sus ojos cayeron en un breve sueño que se cortó, minutos después, cuando los discipulos de Sako entraron y lo desataron. Lo arrastraron a una letrina fuera de la cabaña.

– Cinco minutos- le dijeron

Pensó como escapar. Dos hombres lo custodiaban y otros dos cargaban nuevamente el barril. Se le ocurrió que podría correr, pero descartó la idea. Con el cansancio y el poco conocimiento que tenía del bosque que lo rodeaba sería facilmente atrapado y solo complicaría las cosas.
Mansamente dijo: -Terminé.-

Lo llevaron a la cabaña y lo ubicaron en la misma posición. Las gotas volvieron a repetirse sobre su frente.

La mañana siguiente, antes que el agua se acabara un hombre entró y detuvo la tortura. Otro entró después y se llevaron el barril. Lo llevaron a la letrina. Luego a la cabaña donde encontró una mesa, una silla, un plato de arroz y una jarra de té. Luego se acostó en el piso y se durmió.

Lo primero que vio al despertarse, fueron los pies de Sako quien sentado delante suyo lo observaba entretenido.

– ¿Comprendiste por qué florece el cerezo?

– No entiendo que decís. ¿Cuando me vas a soltar? Por favor, te lo ruego.

– ¿Por qué florece?

– No se. No tengo idea. ¿Por qué?

– Muy bien.

Se fue. Tres hombres entraron y lo arrastraron violentamente fuera de la cabaña. Ataron sus manos y lo condujeron por un pequeño sendero en medio del bosque. Uno de ellos ató sus manos a una larga soga. Siguieron caminando hasta llegar a un gran hoyo en el suelo, de un par de metros de diámetro. Pensó que era su fin. Que lo iban a ultimar tirandolo dentro de ese pozo cuyo fin no podía divisar. Sin embargo, tenían otros planes. Sintió un fuerte golpe en la nuca y se desmayó.

Al despertarse estaba, desnudo, en el fondo del pozo. La respuesta llegó a él como si siempre hubiese estado presente en su cabeza. Cuando el cerezo florece es el momento de plantar el arroz, es el inicio de la nueva estación, del nuevo estadío donde los cambios son bienvenidos.

El prisionero comenzó a gritar llamando a Sako, su voz en lo profundo del pozo sonaba lastimada. Su garganta le ardía por la sed, no recordaba la última vez que había bebido agua. Se rió de la ironía…

Por la poca luz del exterior dedujo que estaría anocheciendo. Si bien tenía la respuesta a la pregunta de Sako, no lograba comprender la esencia del asunto. ¿Estaría Sako dispuesto a aceptar la verdad como un tren que avanza imparable? McGuertz sabía que Coca Cola invadiría China. Todo se había planeado en Atlanta hacía años. Todo. Buscar un niño mesías, ofrendar la lata, incluso, pensaba que hasta la angustia en la que estaba metido la habían planificado los ideólogos de la planta.

La noche caía sobre el pozo, su prisión de tierra. Los huesos le dolían todos, si se concentraba lo suficiente, podía nombrar uno por uno los dolores que tenía. Se durmió un rato, y despertó al escuchar la voz del joven Sako que iluminado por un candil le preguntaba :

– Buenas noches, Mr. McGuertz. ¿Sabe usted por qué florecen los cerezos?

McGuertz notó nuevamente la utilización del “usted” en la pregunta. Era un símbolo de respeto ganado en base al sufrimiento. Volvía a estar en posición de dialogar.

– Sí, Sako. Lo sé.
– Muy bien, Mr. McGuertz. Muy bien- repitió un Sako sonriente- Lo escucho.
– Florecen para advertir al pueblo de los cambios que avecinan. Florecen para aceptar lo irremediable. Florecen para remover las malezas y plantar una nueva cosecha- respondió el prisionero.
Con una respetuosa inclinación de la cabeza, Sako se dio por satisfecho.
– ¡Sáquenlo!- dijo a la noche.

Inmediatamente, una especie de hamaca sostenida por dos sogas fue arrojada dentro del pozo.

Al salir, lo esperaban con un manto seco y tibio con el que rapidamente lo envolvieron. Amablemente lo condujeron a una nueva cabaña más cercana a la casa de Sako. En ella, encontró una gran tina llena de agua caliente. Una mujer de mediana edad, arrojó en ella un polvo amarillo y lo invitó a entrar: “Bueno para el cuerpo” le dijo y lo dejó solo. Se durmió unos poco segundos después, mientras sus músculos agradecían relajados.

Le habían dejado vestimentas de seda roja y una gran variedad de comidas y bebidas. Una cómoda cama lo acogió en un sueño de largas horas en las que soñó repetidas veces con su tierra natal.

La mañana lo encontró con Sako sentado en una punta de la cabaña meditando en silencio. Sin abrir los ojos ni moverse de su posición le dio sus buenos días. McGuertz le respondió amablemente. Sabía que había triunfado. Sabía que los ejecutivos de Atlanta estarían felices de la aceptación de Sako, de la sumisión al misterio que fue específicamente creado y ubicado para ganar.

Sako habló con firmeza, pero en tono conciliador.

 

– Quiero saber todo a cerca de Coca Cola.

 

– Nadie sabe “todo”… Pero yo podría contarle al menos un buena parte.

 

– Desayune, McGuertz. Tendremos tiempo luego. Volveré al atardecer para escucharlo.- Y diciendo esto, se inclinó brevemente ante McGuertz, para luego abandonar la cabaña.

 

McGuertz desayunó con frutas, jugos y pan. Luego quiso dar una pequeña caminata para estirar el cuerpo, pero la puerta de la cabaña estaba cerrada por fuera. No le extrañó.

 
Caminó en círculos dentro de la sala hasta que decidió que lo más prudente era volver a dormir. Sako lo despertaría y entonces él contaría lo que tantas veces en Atlanta le había hecho memorizar como “la historia para Sako”. El sol se estaba ocultando detrás de los cerezos cuando Sako entró en la cabaña, iba vestido de impecable blanco, con una especie de vincha roja que envolvía su cabeza a la altura de la frente.

– ¿Listo?

– Hablaré. Sabrás todo lo que sé. Y quizás puedas explicarme lo que aún no comprendo.
Hace 10 años que trabajo en la empresa. Entré como cualquier americano que termina la preparatoria y no sabe que hacer de su vida. Empecé como repartidor. Mi trabajo era simple. Acompañar al chofer de esos enormes camiones y descargar las cajas de botellas en cada punto de entrega. Era un trabajo simple y pesado, pero me gustaba. Gracias a él conocí gran parte de mi extenso país.

Dos años después de empezar, pasó algo que cambió mi vida para siempre.

Fui elegido junto a tres empleados más para capacitarnos en el nuevo proyecto que llevaría adelante la empresa, el proyecto se llamaba “sin fronteras”. Nos subieron a un avión, nos hicieron firmar un montón de papeles y nos enseñaron español, chino, y ruso. Durante meses estudiábamos 10 horas diarias. Luego de un año, nos depositaron un millón de dólares en nuestras cuentas, y nos dieron un sobre cerrado, lacrado, con “nuestra misión”.

El mío decía simplemente, introducir Coca-Cola en Nanxun, y en palabras rojas, figuraba un nombre Sako Kensei. Todo lo demás, se fue dando solo. Durante meses estudié las costumbres de tu pueblo, hasta que se me ocurrió, ofrendarte la lata.

Coca-cola es simplemente una gaseosa. Aunque ese simplemente, involucre mucho más de lo que podés imaginar – McGuertz lucía cansado.

Sako escuchó con suma atención el relato del extranjero. Y comprendió con dolor que él y toda su angustia por su maravilloso regalo eran parte de un experimento de mercado. Se sintió ofendido.

Mc Guertz percibió rápidamente la perturbación de Sako:

– No te preocupes. No sos el único.

Sako se mostró más decepcionado aún.

El americano sonrió. Pero ante el silencio del oriental, comenzó a reír a carcajadas.

– No lo puedo creer. ¿Pensaste que eras el único? ¿Todavía no te das cuenta? Lo que yo hice fue hecho por decenas de empleados como yo, que encontraron hombres como vos, lo suficientemente acordes a lo que la compañía buscaba. Todo el territorio de tu país está llenándose de deseo por nuestro producto. La primera etapa está terminada. Pronto pasaremos a la segunda fase y la invasión de nuestras latas no podrá ser detenida nunca más.

Sako comprendió entonces que sus visiones no mentian. Los colores rojo y blanco de fuego y nieve dominarían su tierra, y más aún, su existencia. Comprendió que su mundo tal y cómo lo concebía desaparecería para siempre. Sin mirar al extranjero, buscó entre sus prendas una llave pequeña. Se despidió con una leve inclinación de su cabeza, pero McGuertz no lo percibió, estaba literalmente descompuesto de la risa.

Sako salió a la luz de las estrellas y se perdió entre los cerezos. Caminó un bune rato hasta que en un claro del bosque se detuvo, y escudriñó la oscuridad como para comprobar que nadie lo seguía.

Entonces se arrodilló sobre las hojas secas de la noche, y escarbó la tierra hasta que sus manos tocaron el cofre. Lo sacó, y suavemente sopló sobre él para retirar el polvo que lo cubría.
Introdujo la llave en la pequeña cerradura y el cofre se abrió ante él. Tomó la lata de su interior, y con la voluntad de los que han perdido todo, la abrió y bebió de ella.
Sus mejillas se enrojecieron ante el placer del nuevo sabor. El veneno hacía su efecto, la adicción en su mente se multiplicaba como una voz incesante que pedía más.

Se tumbó en el claro a mirar las estrellas y con una sonrisa dibujada en la boca, se durmió.
Nunca más se supo de McGuertz. Tres meses pasaron de aquella noche cuando en la feria local Sako comprobó que alguien vendía latas de Coca-Cola.

Al año siguiente, en su cumpleaños, un extraño apareció en su casa para dar una ofrenda. Era un moreno de ojos claros muy alto y bien vestido, que en un perfecto dialecto le ofreció a Sako un regalo, le dijo que se llamaba “Pepsi”.

Esa misma noche, en la plaza de la aldea, la cabeza del forastero colgaría de una pica, al lado del Cerezo Mayor.

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El hombrecito del azulejo

Para ir finalizando el año, les regalo uno de los cuentos que más me gustan “El Hombrecito del Azulejo” del gran escritor argentino Manuel Mujica Láinez.

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:

-Esta noche será la crisis.

-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.

-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.

Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.

El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.

Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.

-¡Martinito! ¡Martinito!

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.

Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.

Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.

El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.

Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.

Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.

Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.

La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.

La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.

-Madame la Mort…

A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

-Madame la Mort…

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.

Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?

La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.

Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…

La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.

Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.

Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.

La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.

-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.

Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.

Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.

Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.

El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

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Che-Tos

Martín ya no hacia el cortito, pero todavía se lo pedían. Su incontinencia de golpes lo llevaba a desparramar amor a trompadas. Y los pibes se lo agradecían con aplausos y gritos, pidiéndole su famoso golpe, o abucheando a sus rivales.

Martín ya no hacia el cortito, pero todavía se lo pedían. Su incontinencia de golpes lo llevaba a desparramar amor a trompadas. Y los pibes se lo agradecían con aplausos y gritos, pidiéndole su famoso golpe, o abucheando a sus rivales.

William Bu todavía es puteado por las calles. Mantiene su barriga y su corte de pelo que tantas veces fue imitado por los rugbiers de la high, como símbolo de su decadente distinción aristocrática.

El 60 se llena de cachorros de burgueses. Salen del cine.

– ¿Viste que buena estaba la rubia de la cuarta fila? El colectivo se llena más en la siguiente parada.

Toman gaseosa en latita y comen golosinas del País del Norte. Un hombre deja su bolso gastado en el piso. Se duerme parado. Tomado del pasamanos. Es increíble lo que un día de trabajo en la construcción podía lograr. Tenía poco tiempo para descansar y cada momento libre era bueno. Un ciclista se cruzó. EL colectivero, también habituado a la ciudad y sus constantes regularidades de irregulares situaciones, alcanzó a frenar.

El ciclista no escuchó las puteadas del chofer. Sus únicas preocupaciones eran que Boca perdía de nuevo y que El Diego no podía jugar.

El colectivo frenó. Todos escucharon la bocina, las puteadas y la frenada y trataron de aliviar el golpe. Pero el hombre y su bolso no. Estaban durmiendo. Cayeron sobre los cachorros burgueses.

Negros de mierda. Siempre lo mismo. Salen del laburo y se chupan. No ves que son cabezas? Bah…. anda a saber si laburan estos villeros, que lo parió, encima me manchó todo… repetía y repetía la puteada una y otra vez mirándose el pecho, puteando al negro que le había arruinado su nueva remera del Che Guevara

Che-Tos
Che-Tos

Nocturno Porteño

Tres horas había caminado por la noche porteña. Saliendo de su departamento de Corrientes y Esmeralda notó que la avenida ya no era como antes.

—–

Un viejo cuentito mio…

I

Tres horas había caminado por la noche porteña. Saliendo de su departamento de Corrientes y Esmeralda notó que la avenida ya no era como antes.

Su antiguo esplendor transformado en una triste soledad.
Parejas saliendo de teatros, grupos de amigos comiendo en algún restaurante habían mutaron en vagabundos pidiendo limosna y cartoneros juntando en cada esquina papeles y cajas.

Sobre una de las paredes, un cartel medio despegado mostraba la sonrisa ensayada de aquel que antes pedía que lo sigan y ahora, a pesar de haber despedazado el país, insistía con que lo voten para su tercer período.

Ya no había marquesinas, ni luces, ni risas. Corrientes opaca y triste no hacía sino reflejar la desaparición de la alegría de la ciudad.

– Estamos matando a Buenos Aires – pensó, consolándose de compartir, al menos, sus sentimientos con la ciudad.

Después de tanto deambular sin rumbo fue a parar a ese bar. Nunca había estado allí, pero el cartel lo invitó a entrar: “Los mareados”, decía. Su tango preferido como nombre de un café.

Entró serenamente al lugar. Eligió una de las tantas mesas desocupadas y se sentó. Los murmullos de rigor y los acordes de una milonga saliendo de un viejo Winco.

Se acercó el mozo. Vestido de blanco, con un repasador colgado de su brazo, le preguntó que se iba a servir. Siempre que salía con ella tomaba lo mismo. Como no podía ser de otra manera, pidió una ginebra.

La mesa elegida daba cuenta del pasado. Sus anteriores visitantes habían dejado escritos sobre ella algunas declaraciones de amor, escudos de fútbol, símbolos políticos y hasta algún chiste.

Pocas mesas ocupadas, y un tipo que lo miraba sin mucho interés.
Sacó un paquete de cigarrillos, tomó el único que quedaba y lo encendió. Disfrutó cada una de las pitadas, que fue turnando con tragos a la ginebra que le habían servido. Pidió dos más. Aún con la cabeza perdida en alcohol no podía dejar de pensar en la charla con Pamela que había tenido esa tarde.

– Basta. No te quiero más. ¿No entendes? No me jodas. No te quiero volver a ver.

No.
No entendía. Miró su reloj. Las tres de la madrugada. Se dio cuenta que había estado sentado por más de dos horas. Metió la mano en el bolsillo y lo vació sobre la mesa. Unos billetes, un peine y un anillo.“Sobre tus mesas que nunca preguntan lloré una tarde el primer desengaño”. Cansado, dejó caer su cabeza contra la madera gastada. Cerró sus ojos y se durmió.

A pesar de la situación alcanzó a soñar algo.
El mozo lo despertó. Sólo recordó parte de un sueño: la cara de Pamela al momento de rechazarle el anillo de compromiso.
El bar cerraba y era él, el último en irse.
Estaba amaneciendo y le dolía la cabeza.

II

Paró en una farmacia a comprar aspirinas. Compró un paquete, masticó tres y guardó el resto. Siguió caminando. Ahora con un destino: la casa de Pamela.

Sus pies pesaban y su frente le dolía. Metió las manos en los bolsillos de su gabán y siguió. Al pasar frente a una vidriera descubrió que el reflejo que su rostro no difería mucho del de los pordioseros de Corrientes.

Pensaba una y otra vez en lo que iba a decir. Imaginó mil respuestas frente a cada una de las posibles preguntas y reproches de Pamela. Ensayando conversaciones, llegó a la esquina de la casa y lo que vio lo detuvo.

Pamela estaba en la puerta, besándose con un hombre. No podía ver sus caras, pero estaba seguro que era ella. Lentamente, fue saliendo de su inmovilidad. Y caminó hacia ellos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para hacer notar su presencia, dejaron de besarse y se miraron.

Ella trató de hablar, pero el hombre se le adelantó. -¿Qué haces acá?- preguntó. Era Sebastián, su mejor amigo. El que lo llamaba hermano.

-¿Qué haces hijo de puta?- Contestó.

Todos callaron. Observó a Sebastián y Pamela tomados de la mano. Sintió ganas de vomitar. De su bolsillo sacó las aspirinas. Estiró el brazo y se las ofreció a Sebastián.

-Tomá gil, agarralas. Las vas a necesitar.

Cerró su campera y se fue cantando:
“los favores recibidos creo habértelos pagado
y si alguna deuda chica sin querer se me ha pasado
a la cuenta del otario que tenés se la cargas”.

——-


Las trampas del joyero Marcos, un viejo zorro

Autor: Jorge Göttling.

jgottling@clarin.com

Esta es una historia escrita sin ruido y con borratinta. Tiene silencio por todos lados y su crónica será, apenas, un artículo de costumbres, un vulgar recuadro para la página 62. Personajes con pasado enturbiado, rostros pétreos de canto rodado, incluidos en la historia pícara de la ciudad. Marcos, el viejo, tiene hoy un buen capital y un prontuario emblanquecido por cierta antigüedad en la vida decente. Hace años puso una joyería en Barrio Norte, cerca de la guita. De joven, cuando aún todo era deseo, amasó un aforismo que se hizo estilo, impronta, definición de conducta: no quiero que me den plata, quiero que me pongan cerca de la plata. Y en ese espacio vivió.

No tuvo tiempo para sorpresas esa radiante mañana estival cuando dos clientes se transformaron súbitamente en asaltantes. Lo obligaron a cerrar, lo llevaron a la trastienda, allí extendió Marcos sus mejores tesoros sobre una negra franela. Víctor, el buen mozo, y Vicente, el de cara patibularia, empezaron a cargar sin elección, como aprendices. Eso les dijo Marcos: aprendices. Con voz lenta, cascada, sin miedo, nombró a gente pesada, con pasaporte letal.

Ladrón de Joyas

Mencionaba a esas leyendas del hampa con tono amistoso, pero se extendía una seca amenaza. Marcos les explicó que estaban llevando berreta, joyas seriadas, de valor mínimo. Miró a Víctor con lástima, le preguntó cuando les daría el “reduche”. Una moneda —dijo—; entonces ustedes valen eso, una moneda. Mudos, escucharon al viejo zorro. Abrió una gaveta, sacó alhajas de colección, las justipreció. Ya habían sido valuadas por el seguro en 70.000. El “reduche” les ofrecerá 10.000, dijo, valen 100.000, yo les doy ahora 30.000 y asunto terminado, concluyó mientras se movía sin temor, con las armas que ya apuntaban al piso, como inofensivos grifos de canilla.

Llamaba por teléfono a su hijo, con órdenes precisas. Sirvió cerveza, les recordó lo de sus amigos pesados, por las dudas. David, el hijo, llegó con la plata, nuevita, como recién planchada. Los nervios estaban del otro lado, Vicente dejó su pistola sobre una vitrina. Solícito, Marcos le preguntó si tenía hijos. “Lleve esta para su nenita”, y le entregó reloj berreta, uno de los de la franela negra. Despidió a David, que se fue con la joyas. Cerró su actuación: ahora me dan un buen culatazo, seco, que salga sangre. Y puso la cabeza.

En la perinola del mediodía, Víctor y Vicente habían ganado 15.000 por barba. Marcos, la urraca, 40.000. O algo menos, si se le deduce los seis pesos del reloj berreta.

“Nocturno Porteño” por Hernán Nadal

No es una pálida. Ya van varios post con quejas, puteadas y denuncias. En este caso, para los masoquistas que me pidieron que manden algo mío, aquí va un cuento que escribí hace unos años. El próximo post volveré con lo habitual. Por hoy, un descanso.

Saludos,

Hernán Pablo Nadal (Tao)

Nocturno Porteño

– I –

Tres horas había caminado por la noche porteña. Saliendo de su departamento de Corrientes y Esmeralda notó que la avenida ya no era como antes. Su antiguo esplendor transformado en una triste soledad.

Parejas saliendo de teatros, grupos de amigos comiendo en algún restaurante habían mutaron en vagabundos pidiendo limosna y cartoneros juntando en cada esquina papeles y cajas.

Sobre una de las paredes, un cartel medio despegado mostraba la sonrisa ensayada de aquel que antes pedía que lo sigan y ahora, a pesar de haber despedazado el país, insistía con que lo voten para su tercer período.

Ya no había marquesinas, ni luces, ni risas. Corrientes opaca y triste no hacía sino reflejar la desaparición de la alegría de la ciudad.

Estamos matando a Buenos Aires – pensó, consolándose de compartir, al menos, sus sentimientos con la ciudad.

Después de tanto deambular sin rumbo fue a parar a ese bar. Nunca había estado allí, pero el cartel lo invitó a entrar: “Los mareados”, decía. Su tango preferido como nombre de un café.

Entró serenamente al lugar. Eligió una de las tantas mesas desocupadas y se sentó. Los murmullos de rigor y los acordes de una milonga saliendo de un viejo Winco.

Se acercó el mozo. Vestido de blanco, con un repasador colgado de su brazo, le preguntó que se iba a servir. Siempre que salía con ella tomaba lo mismo. Como no podía ser de otra manera, pidió una ginebra.

La mesa elegida daba cuenta del pasado. Sus anteriores visitantes habían dejado escritos sobre ella algunas declaraciones de amor, escudos de fútbol, símbolos políticos y hasta algún chiste.

Pocas mesas ocupadas, y un tipo que lo miraba sin mucho interés.

Sacó un paquete de cigarrillos, tomó el único que quedaba y lo encendió. Disfrutó cada una de las pitadas, que fue turnando con tragos a la ginebra que le habían servido. Pidió dos más. Aún con la cabeza perdida en alcohol no podía dejar de pensar en la charla con Pamela que había tenido esa tarde.

Basta. No te quiero más. ¿No entendes? No me jodas. No te quiero volver a ver.

No.

No entendía. Miró su reloj. Las tres de la madrugada. Se dio cuenta que había estado sentado por más de dos horas. Metió la mano en el bolsillo y lo vació sobre la mesa. Unos billetes, un peine y un anillo.“Sobre tus mesas que nunca preguntan lloré una tarde el primer desengaño”. Cansado, dejó caer su cabeza contra la madera gastada. Cerró sus ojos y se durmió.

A pesar de la situación alcanzó a soñar algo.

El mozo lo despertó. Sólo recordó parte de un sueño: la cara de Pamela al momento de rechazarle el anillo de compromiso.

El bar cerraba y era él, el último en irse.

Estaba amaneciendo y le dolía la cabeza.

– II –

Paró en una farmacia a comprar aspirinas. Compró un paquete, masticó tres y guardó el resto. Siguió caminando. Ahora con un destino: la casa de Pamela

Sus pies pesaban y su frente le dolía. Metió las manos en los bolsillos de su gabán y siguió. Al pasar frente a una vidriera descubrió que el reflejo que su rostro no difería mucho del de los pordioseros de Corrientes.

Pensaba una y otra vez en lo que iba a decir. Imaginó mil respuestas frente a cada una de las posibles preguntas y reproches de Pamela. Ensayando conversaciones, llegó a la esquina de la casa y lo que vio lo detuvo.

Pamela estaba en la puerta, besándose con un hombre. No podía ver sus caras, pero estaba seguro que era ella. Lentamente, fue saliendo de su inmovilidad. Y caminó hacia ellos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para hacer notar su presencia, dejaron de besarse y se miraron.

Ella trató de hablar, pero el hombre se le adelantó. -¿Qué haces acá?- preguntó. Era Sebastián, su mejor amigo. El que lo llamaba hermano.

-¿Qué haces hijo de puta?- Contestó.

Todos callaron. Observó a Sebastián y Pamela tomados de la mano. Sintió ganas de vomitar. De su bolsillo sacó las aspirinas. Estiró el brazo y se las ofreció a Sebastián.

Tomá gil, agarralas. Las vas a necesitar.

Cerró su campera y se fue cantando:

“los favores recibidos creo habértelos pagado

y si alguna deuda chica sin querer se me ha pasado

a la cuenta del otario que tenés se la cargas”.

Ojos de Placer

La había encontrado bailando sola en una disco, sin preocuparse por las miradas ni por el mundo. Sintiendo la música en su cuerpo. Las vibraciones que brotaban de los parlantes y penetraban su frágil cuerpo. No pudo evitar observarla cuando chocó con su ser

La mirada fue especial. Esos ojos claros, de color indescifrable le mostraban algunos de sus secretos. Había necesitado llevarla hasta la luz antes de confiar en ella.

La había encontrado bailando sola en una disco, sin preocuparse por las miradas ni por el mundo. Sintiendo la música en su cuerpo. Las vibraciones que brotaban de los parlantes y penetraban su frágil cuerpo. No pudo evitar observarla cuando chocó con su ser.

Un tipo racional como él pensó que era la casualidad la que permitió encontrarse con ella, justo con ella, en medio de tanta gente.

Se deleitó mirándola desde lejos por un largo rato hasta que de a poco fue acercándose, mientras que ella, que seguía bailando sola, recién lo descubrió al levantar su mirada junto con sus brazos. Sonrieron ambos y sin hablar bailaron. El calor y el ritmo hicieron el resto. El contacto era inminente a pesar de los escapes de la dama. Mil veces intento besarla pero la estaca furiosa nunca alcanzó al toro.

Las horas fueron minutos.

Una tenue luz pastel le permitió descubrirla. La rivera y la noche fueron testigos del juego de los cuerpos pero no se deleitaron con un beso.

La mujer preguntó si tenia auto; él no se hizo rogar y en minutos se reía cuando ella amagó a despedirse en la puerta de su casa.

Ella rechazó su avance en el ascensor. Él hubiese hecho cualquier cosa por desnudarla allí mismo. Entraron al departamento. Sólo la penumbra de la luna entrando por las ventanas abierta iluminaba el lugar. Ninguno intento prender la luz.

Se encontraron en un sillón. En silencio la desnudó, admirando su belleza. Besando sus labios, acariciando su pelo, lamiendo sus pezones, recorriendo su piel con sus manos, la unión estaba cerca.

Correspondiendo a su compañero, la mujer le quitó la camisa de un tirón. Él pudo ver su boca degustando su sexo gracias a esa ventana abierta que tanto agradeció. Nunca había estado tan excitado. Nunca había deseado tanto a una mujer.

No le importó que ella lo atara con su cinturón. No prestó atención a las heridas de uñas en su pecho. Pensó que moría cuando se acomodó encima de ella. El placer era inigualable. Ninguno de los dos aguantaría mucho más así. Ella se acercó a su rostro. Como tantas veces en la noche intento besarla y como tantas fue rechazado. Ella buscó su cuello. El no aguantaba más. Tenía que acabar. No entendió que era ese dolor en el cuello, ni la sangre que manchaba el blanco sillón. El corazón resistió lo suficiente para dejarle gozar hasta el final, acompañado por los rítmicos movimientos de la mujer.

Desnuda en la oscuridad, miró a su víctima. Otro delicioso mortal – pensó mientras se vestía satisfecha.

La sonrisa del cadáver la despidió.

Hernan Pablo Nadal

Ojos

 


 

 

 

 


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