Una lección norteamericana — Por Eduardo Aliverti

Entre Bush como versión tejana de Hitler y Kerry haciendo la venia para fijar el recuerdo de sus presuntos actos de arrojo en la aventura vietnamita, lo que hay en el medio no son antagonismos ideológicos, sino diferencias de marketing imperialista.

George Bush

Ningún periodista ni analista político pueden obviar como centro de atención lo que acaba de ocurrir en el país más poderoso de la Tierra. Aun cuando su especialidad no sea la información internacional.

La victoria de Bush deja enseñanzas (o, mejor dicho, ratificaciones históricas) que son imprescindibles para comprender y juzgar el comportamiento de los pueblos.

Una mayoría mundial, podría decirse sin dudas, asiste entre perpleja y horrorizada a la consolidación de algo que está muy por encima de la imagen encarnada por el terrorista que preside los Estados Unidos.

Porque, justamente, la figura de Bush es la representación de lo que el politólogo Federico Schuster define como “la cultura autocentrada norteamericana, que pone en primer lugar la voluntad hegemónica y se antepone a cualquier dimensión que pretenda incluir al resto del mundo más que como una comparsa turística relativamente exótica; la escenografía que rodea al imperio” (Página/12 del último jueves).

La primera pregunta es si acaso había que esperar el resultado de las elecciones para corroborar esa etiología del pueblo norteamericano, siendo que el híbrido candidato demócrata no significaba nada siquiera diferente en la concepción del ombligo imperial.

Lo que triunfó electoralmente en Estados Unidos es la más repugnante de las imágenes, no la más distinta de las propuestas. No había el Bien contra el Mal sino, y gracias, el monstruo ostensible contra el águila idéntica disfrazada de modosa.

Si se lo ve desde una mirada emocional, es comprensible lo que se siente al haber ganado el mejor vocero del diablo. Pero si se lo advierte desde la frialdad analítica, también está claro que quien perdió fue sólo la copia del original y que, como empezaron a admitirlo por lo bajo los responsables de la campaña demócrata, tomaron nota tarde de que a los tibios los vomita Dios.

Entre Bush como versión tejana de Hitler y Kerry haciendo la venia para fijar el recuerdo de sus presuntos actos de arrojo en la aventura vietnamita, lo que hay en el medio no son antagonismos ideológicos, sino diferencias de marketing imperialista.

Y demasiada gente presuntamente ducha en esto del análisis político parece haber pedido de vista que no se trata de inclinar la observación hacia cómo es posible que haya perdido el más simpático.

La comparación puede parecer bizarra, pero tienta asemejar lo sucedido con este sufragio yanqui y el argentino de 1995: el voto licuadora por Menem y la opción de lo mismo pero sin corrupción.

Cuando se dice que la elección norteamericana era en realidad un referéndum sobre la gestión de Bush, se vierte una verdad a medias. La mitad correcta es que se optaba por continuar o no con la forma en que este criminal de guerra encara las batallas contra lo que se define como el enemigo conjunto de Washington (es decir, más o menos todo el mundo).

Y la mitad ocultada es, precisamente, que no había ni hay más que una cuestión de formas. Los yanquis no votaron sobre una marcha atrás u otra adelante respecto de creerse el centro del universo a costa de lo que fuere. Votaron, divididos, acerca de cuál les parece el mejor modo para seguir siéndolo. Y la ratificación histórica consiste en que la alucinación de las masas persiste en mostrarse como hecho factible, si se conjugan determinados elementos que van desde la psicología social hasta la manipulación política.

Un imperio como el norteamericano, con rasgos crecientes de decadencia en su economía, ha recibido el respaldo del voto popular para defenderse de sí mismo contra todo el resto de la humanidad que no lo entienda así. Un país que debe el equivalente a casi el 70 por ciento de lo que produce, que se sostiene financieramente gracias al apoyo asiático, que conserva el poder de la religión del dólar en paralelo a que el dólar es cada vez más un papel pintado, que importa el grueso del petróleo que consume, necesita expandirse por el orbe por vía de su infernal maquinaria bélica.

Conquistar más recursos naturales, más territorio, más regiones. Les cuesta, porque pasaron a vivir aterrorizados. Pero votan por el terrorismo contra los demás (e inclusive a favor de un estado policíaco contra sí mismos, que es quizá la única diferencia apreciable entre republicanos y demócratas porque los segundos son algo más contemplativos de las libertades civiles y los primeros, directamente, una banda de cazadores de brujas).

También en Página/12, un ex subsecretario argentino de Asuntos Latinoamericanos, Alberto Ferrari Etcheberry, manifestó dudar de que “el pueblo alemán esté del todo recuperado de sus responsabilidades por haber llevado a Hitler al poder”, y cree que “algo similar puede pasar con el estadounidense”. En cualquier caso, es de vuelta evidente que los pueblos sí se equivocan. Y gravemente.

Que la civilización avanza y retrocede en forma cíclica y que tanto los avances como los retrocesos son producto de la correlación de fuerzas entre la conciencia de las masas, el resultado de sus luchas y la capacidad de vanguardia de sus clases dirigentes.

De tal conjunción puede dar, por ejemplo en el paraje uruguayo del Río de la Plata, que el pueblo intenta recuperar utopías de solidaridad y justicia social. Y en lo que se cree el núcleo planetario, que es capaz de retroceder hasta los estadíos más salvajes.

Que no hay destino, que nada está escrito, que el hombre choca contra la misma piedra todas las veces que le parezca, que tanto puede alguna vez no haber retorno como conseguirse un escalón superior de la comprensión humana.

Los Estados Unidos terminan de mostrar uno de los rostros más espantosos del hombre, pero eso no quiere decir que algo esté definitivamente dicho. Ningún imperio de la historia fue capaz de perpetuarse, y éste no será la excepción.

 

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